+39 0669887260 | info@wucwo.org | Contacto
El Greco, Domenico Theotocopoulos (Candia, 1540 – Toledo, 1614), Pentecostés, 1605-10, cm 275 x 127, lienzo, Madrid, Museo del Prado
El gran lienzo del Greco, que se desarrolla verticalmente como sus figuras, nos presenta dos focos sobre los que se construye la escena. Arriba, en el lugar donde los apóstoles se reúnen con María y las mujeres, las tinieblas se desgarran y aparece la paloma, símbolo del Espíritu que irrumpe y difunde su fuerza, en forma de llamas, sobre los personajes que ocupan la parte inferior del cuadro. Contémoslos: María está en el centro, cinco a su derecha y cuatro a su izquierda, otros tres a los lados del nivel intermedio y finalmente dos -los más cercanos que vemos- en primer plano desde atrás. Son quince, como nos recuerda el libro de los Hechos (cf. 1:14).
Todo en esta parte de la escena acentúa el ascenso hacia arriba, casi como para realizar cuanto antes el encuentro entre el fuego del Espíritu que procede de lo alto y la cabeza de cada uno de los personajes. Los dos personajes de la parte posterior en primer plano, que casi se giran hacia atrás y parecen salir del lienzo, en realidad tienen la función de empujar la escena hacia arriba. Además, dado su gran tamaño, este Pentecostés estaba destinado a ser un retablo y, por lo tanto, sería mirado -por nosotros los espectadores- de abajo hacia arriba, por lo que debemos imaginar que nuestra mirada se eleva, encuentra a los dos apóstoles por detrás, rebota en sus hombros y llega al llamativo manto de María, se extiende a todas las demás figuras que le hacen de corona y, finalmente, siguiendo en el movimiento inverso, a las llamas que descansan sobre ellos, y contempla el resplandor del cielo en el que aparece la paloma, el Espíritu Santo.
El Espíritu que se derrama sobre los apóstoles y María desciende, nuestra mirada se eleva, y el encuentro de estos dos movimientos se realiza en el lienzo del Greco, en las figuras alargadas de los discípulos, en los rostros volteados para acoger el gran don que Jesús había prometido y que ahora, después de la Resurrección, se convierte en la certeza de una presencia benévola y perenne.
Ven, Espíritu Santo, envíanos desde el cielo un rayo de tu luz.