© Gemäldegalerie Alte Meister, Staatliche Kunstsammlungen Dresden - Photo by Elke Estel/Hans-Peter Klut

Andrea Mantegna (Isola di Carturo, Italia 1431 – Mantua, Italia 1506), Sagrada Familia, 1495-1500, pintura al temple sobre lienzo, 75 cm x 61,5 cm, Dresde, Gemäldegalerie Alte Meister. Inv. Gal.-Nr. 51

Mes de agosto.

Este lienzo del gran pintor mantuano fue realizado casi con toda seguridad para la devoción privada. Sabemos poco de la historia del cuadro, pero si miramos fijamente y contemplamos esta obra podemos leer en los pliegues de su significado y escuchar las emociones que nos despierta.

Lo primero que llama la atención es la ausencia de fondo. Los personajes, cinco en total, ocupan todo el cuadro, y las correspondencias que se pueden ver son muy interesantes. Propongo solo dos. La primera es el protagonismo que tiene el pequeño Juan: al ser el único que no está alineado con los demás, atrae inmediatamente nuestra mirada, que también es captada por el gesto del dedo índice de su mano derecha señalando al pequeño Jesús y la rama de olivo que toma la forma de una pequeña cruz. La segunda es la presencia de las dos figuras ancianas a ambos lados. ¿Son José e Isabel? ¿O tal vez Joaquín y Ana, los padres de María (y por tanto abuelos de Jesús)? Creo que la primera hipótesis es más plausible, porque establecería una mayor correspondencia entre las madres (María e Isabel) y sus respectivos hijos (Jesús y Juan).

Un segundo elemento que podemos observar es la figura de Jesús. En primer lugar, porque está completamente desnudo, lo que no nos sorprende por dos razones: muestra la humanidad real de Cristo, pero también recuerda la idea típica del Renacimiento italiano para el que, remitiéndose al pensamiento clásico de griegos y romanos, el cuerpo humano mostrado en su desnudez es sinónimo de perfección. Hablando de cultura clásica, la desnudez de Jesús también nos recuerda a las antiguas estatuas del arte griego, que nosotros conocemos a través de las copias que los ricos de Roma mandaban hacer para sus jardines o casas.

El último elemento que me gustaría destacar son las miradas. Solo Juan y José nos miran a nosotros, los espectadores: Juan acompaña su mirada con el gesto de su mano derecha que indica a Jesús, y en el pergamino enrollado en su brazo izquierdo se puede leer “Ecce agnus Dei...” (“He aquí el cordero de Dios...” Jn 1, 29 y 36); la de José, en cambio, es más severa y parece investigar nuestra actitud hacia su hijo. Sin embargo, la mirada que más me conmueve es la de María, la madre, que parece casi querer abrazar incluso con sus ojos a ese Hijo tan especial y único. Jesús se mantiene firme sobre sus propios pies, la Madre es el trono en el que se manifiesta el poder del Señor. La Madre no se cansa de mirar a Jesús, porque en su corazón aún resuenan las palabras del ángel Gabriel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).

José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia.

La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo.

Papa Francisco, carta apostólica Patris Corde 4, 8 de diciembre de 2020