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Rembrandt Harmensz van Rijin (Leida 1606 – Amsterdam 1669), La profetisa Ana, 1639, óleo sobre madera de roble, óvalo de 79, 5 x 61, 7 cm, Vienna, Kunsthistorisches Museum.
Mes de marzo.
Mujeres del Nuevo Testamento: Anna.
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casa en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. (Lc, 2, 36-38)
El cuadro que muestra una mujer muy anciana se ha interpretado a menudo como el retrato de la madre del pintor. De hecho, Rembrandt se ha pintado a sí mismo y a su familia a lo largo de toda su vida, en particular a su esposa Saskia y a su cuarto hijo, Titus (los tres primeros murieron desgraciadamente muy jóvenes).
Sin embargo, hay dos elementos que nos permiten identificar a esta anciana con la vieja profetisa mencionada al principio del Evangelio de Lucas: el bastón y el manto de oración. Se trata de dos elementos muy sencillos que, al mismo tiempo, nos ofrecen claras indicaciones sobre Ana: por un lado, a pesar de su edad avanzada, Ana está en constante movimiento, se mueve inquieta en el Templo de Jerusalén, cerca del altar del Señor Todopoderoso, probablemente esperando el cumplimiento de las promesas de Dios, es decir, dar un Mesías al pueblo de Israel. Por otro lado, ha decidido desde su juventud, una vez enviudada, de dedicarse exclusivamente a la oración y al ayuno, al servicio de Dios.
Si observamos el cuadro, podemos ver en primer lugar lo absorta que está la mujer en su deseo de contemplar la gloria del Señor. Las numerosas arrugas que surcan su rostro son casi una corona para su mirada. No mira hacia nosotros, los espectadores. Repentinamente, la imaginamos inmóvil en el Templo, viendo salir al niño Jesús, en los brazos de su madre y bajo la atenta mirada de su padre José. El Evangelio no recoge ninguna palabra de Ana, pero nos pinta su figura con tres verbos: "ocurrir", "alabar" y "hablar".
En definitiva, el retrato que nos ha dejado Rembrandt parece presentar todas las acciones que describe el Evangelio: Ana acaba de llegar y se ha detenido en contemplación del niño Jesús; Ana tiene la boca semiabierta como para indicar su alabanza que se eleva a Dios por el regalo inesperado de haber visto al Mesías, preparandose inmediatamente a anunciar esta importante noticia a los frecuentatores al Templo.
Este retrato es realmente extraordinario, y puede convertirse también en una especie de elogio de la vejez, un tiempo en el cual los colores son decididamente oscuros, pero en el que no falta la luz que se refleja en el rostro y parece rebotar sobre cada uno de nosotros que estamos contemplandos.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado.
La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre:
«Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz».
Su soberanía será grande, y habrá una paz sin fin
para el trono de David y para su reino; él lo establecerá y lo sostendrá
por el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre.
El celo del Señor de los ejércitos hará todo esto.
(Isaias 9, 5-6)
(Contribución de Vito Pongolini)