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Giulio Cesare Procaccini (Bolonia 1574 - Milán 1625), La Paz expulsa a la Guerra, c. 1610, óleo sobre lienzo, 235 x 171 cm, París, Museo del Louvre
Las Virtudes: la Paz
La belleza y la fuerza de este cuadro residen en la contraposición entre los dos protagonistas del lienzo, la Paz y la Guerra, personificados respectivamente por una joven y un hombre maduro con barba.
La figura dulce y delicada de la Paz ocupa el lado izquierdo del cuadro, mientras que la Guerra ocupa el lado derecho. Observamos no obstante un movimiento de las dos figuras, de izquierda a derecha, que nos indica que pronto la única protagonista será la Paz, porque la Guerra está a punto de abandonar la escena.
Y lo verdaderamente singular es que, en esta contienda entre Paz y Guerra, no gana al final el que hace alarde de armas, fuerza y arrogancia, sino el que muestra confianza en una cosa distinta y superior, como sugiere el dedo índice de la mano derecha de la joven apuntando hacia arriba.
La contraposición se manifiesta también de manera evidente en varios elementos de la representación que hace el artista de Bolonia. La Paz lleva en la cabeza una diadema de hojas de olivo, la Guerra un casco adornado con plumas, una sostiene una pequeña rama verde en una mano, la otra blande amenazadora una espada. La Paz pisa el suelo descalza, mientras que la Guerra lleva un elaborado par de sandalias. Resulta llamativo que el rostro de la Paz sea cándido, iluminado por la luz procedente del alto, del lado izquierdo del cuadro, mientras que el de la Guerra sea oscuro y en la sombra, precisamente por el casco lujoso que lleva. Si nos fijamos bien, también nos damos cuenta de que la Paz acaba de levantarse de un trono ligeramente elevado sobre el suelo; es muy sencillo, de madera, pero lo suficientemente evidente como para decirnos, si aún resultase necesario, que el pintor (o quien le encargó el cuadro) ha hecho su elección: sólo la Paz es digna de sentarse en un trono, al igual -y lo hemos visto en los últimos meses- que las virtudes teologales y las virtudes cardinales, pero sobre todo que la Virgen María, a menudo representada en un precioso trono sosteniendo sobre sus rodillas -y convirtiéndose así ella misma en un trono- a su Hijo, el Niño Jesús.
La salvación está cerca de los que lo temen, y la gloria habitará en nuestra tierra; la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan. (Salmo 84, 10-11)
Desead la paz a Jerusalén: «Vivan seguros los que te aman, haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios». Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: «La paz contigo». Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien. (Salmo 121, 6-9)
Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: «Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz». Para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del Señor del universo lo realizará. (Isaías 9, 5-6)
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. (Mateo 5, 9)
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». (Juan 20, 19-21)
Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca. (Efésios 2, 14-17)
(Contribución de Vito Pongolini)