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Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla 1617 – 1682), Sagrada Familia del pajarito, hacia 1650, óleo sobre lienzo, 144 cm x 188 cm, Madrid, Museo del Prado.
Octubre.
Contemplar este cuadro siempre produce una gran alegría, porque el pintor privilegió la dimensión sencilla y cotidiana de la vida de la familia de Jesús, que finalmente había regresado a Nazaret, como lo demuestran las herramientas de carpintero a la derecha del cuadro.
El gran pintor andaluz era muy apreciado por la clientela local porque era capaz de narrar los acontecimientos representados de forma ejemplar, además de hacerlos actuales y contemporáneos.
La devoción, lo sobrenatural, la idealización, la realidad, lo cotidiano: todos estos elementos se mezclan en las pinturas religiosas de Murillo para crear un efecto que nos encanta y calienta el corazón. Este cuadro, por ejemplo, fue inmediatamente amado por quienes se lo encargaron al pintor y pasó por varias colecciones privadas hasta que fue comprado en 1744 por Isabel Farnesio, reina de España, gran admiradora de la obra de nuestro artista.
Mencionábamos la escena cotidiana representada aquí. La elección del tema responde al desarrollo, en España desde finales del siglo XVI, de una doble devoción: al Niño Jesús - a menudo expresada no solo en la pintura sino también en la escultura, a través de obras de cuerpo entero cubiertas con ropas reales - y a San José, que encarnaba valores como la generosidad, la discreción y la abnegación. No es casualidad, pues, que la escena esté dominada por las figuras del padre y del hijo, con María, la madre, casi relegada a un segundo plano, empeñada en hilar, aunque con la mirada puesta en el niño Jesús.
Y son precisamente el padre y el hijo los protagonistas de una escena exquisita y lúdica. Jesús, cariñosamente sostenido por José, lleva un pajarito en la mano y parece quitárselo al perrito, cuya atención ha sido captada por el pajarito. El niño sonríe divertido, porque sabe que el perro no podrá alcanzar y llevarse el pájaro, que en ese momento es su gran tesoro.
La capacidad de Murillo para representar la escena es realmente única. Hay detalles que la embellecen y la hacen parecer real. Fíjense en la delicadeza con la que la mano derecha de Jesús sostiene el gorrión o la sandalia en el pie derecho de José. Intenten contar cuántos tonos de marrón hay en el cuadro y déjense fascinar por el juego de luces que ilumina sobre todo el rostro de Jesús: a través de esta elocuente señal se nos dice que él es el personaje más importante. La cola y la pata del perro en primer plano parecen ser reales, al igual que la cesta de mimbre en la que María ha colocado la ropa que probablemente lavará más tarde...
Jesús, José, María, ¡sed la salvación de mi alma!
Jesús, José y María, os doy mi corazón y mi alma.
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida.
Papa Francisco, carta apostólica Patris Corde 7, 8 de diciembre 2020
(Contribución de Vito Pongolini)