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© 2014 RMN-Grand Palais (musée du Louvre) / Tony Querrec
Veronés, Paolo Caliari llamado el (Verona 1528 - Venecia 1588), La resurrección de la hija de Jairo, 1546 c., óleo sobre papel pegado sobre lienzo, 42 x 37 cm, París, Museo del Louvre
Mujeres del Nuevo Testamento: La hija de Jairo.
Al regresar Jesús, la gente lo acogió bien, pues todos lo estaban esperando. Llegó entonces un hombre, llamado Jairo, que era jefe de la sinagoga, y echándose a los pies de Jesús le rogaba que entrase en su casa, pues tenía una hija única, de unos doce años, que se estaba muriendo. Cuando caminaba con él, la gente lo apretujaba. Entonces una mujer que desde hacía doce años sufría flujos de sangre y que había gastado en médicos todos sus recursos sin que ninguno pudiera curarla, acercándose por detrás, tocó el borde de su manto y, al instante, cesó el flujo de sangre.
Y dijo Jesús: «¿Quién es el que me ha tocado?». Como todos lo negaban, dijo Pedro: «Maestro, la gente te está apretujando y estrujando». Pero Jesús dijo: «Alguien me ha tocado, pues he sentido que una fuerza ha salido de mí». Viendo la mujer que no había podido pasar inadvertida, se acercó temblorosa y, postrándose a sus pies, contó ante todo el pueblo la causa por la que le había tocado y cómo había sido curada al instante. Pero Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz». Estaba todavía hablando, cuando llega uno de casa del jefe de la sinagoga diciendo: «Tu hija ha muerto, no molestes más al Maestro». Pero Jesús, oído esto, le respondió: «No temas, basta que creas y se salvará». Al llegar a la casa, no dejó entrar con él más que a Pedro, Santiago y Juan y al padre de la niña y la madre. Todos lloraban y hacían duelo por ella, pero él dijo: «No lloréis, porque no ha muerto, sino que está dormida». Y se reían de él, sabiendo que había muerto. Pero él, tomándola de la mano, dijo en voz alta: «Niña, levántate». Y retornó su espíritu y se levantó al instante. Y ordenó que le dieran de comer. Sus padres quedaron atónitos, pero Jesús les ordenó que no dijeran a nadie lo sucedido. (Lc, 8, 40-56)
Cuarenta años antes de pintar la Samaritana que vimos el pasado noviembre, un jovencísimo Veronés, al comienzo de su carrera pictórica, con apenas dieciocho años, nos regala este pequeño cuadro. Desde el principio, es protagonista una escena evangélica, protagonista en primer lugar junto a Jesús una joven mujer, a la que vemos tendida en la cama donde hasta unos momentos antes de la llegada del maestro yacía muerta.
Posiblemente se trate de una obra preparatoria para un gran lienzo que sabemos fue encargado por la familia Avanzi para su capilla en la iglesia franciscana de San Bernardino de Verona, este cuadro da testimonio de la ya entonces gran maestría técnica del pintor, que, a pesar de su juventud, muestra un gran valor.
La escena reproduce la conclusión del relato evangélico y se desarrolla en la intimidad de la casa del funcionario romano, mientras que en el exterior (lo vemos por la arquitectura y el paisaje del fondo) todo parece transcurrir con normalidad. Nos cuesta reconocer a los personajes, porque el joven Paolo no pretende dar consistencia ni una fisonomía precisa a los discípulos (Pedro, Santiago y Juan habían entrado en la casa, podemos distinguir dos figuras masculinas a la derecha que podrían ser dos de ellos) ni a los habitantes de la casa (podemos imaginar que el padre y la madre están más cerca de la cama donde yace la hija, pero hay otras dos figuras femeninas que no estamos seguros de quiénes son).
Entre todos ellos, la figura de Jesús destaca claramente a nuestros ojos: está en el centro del cuadro, su rostro está rodeado de un halo de luz, viste las ropas de los dos colores tradicionales que ya en la tradición bizantina indican humanidad (rojo) y divinidad (azul).
Su mano izquierda sostiene la mano de la hija de Jairo que, todavía tendida en el lecho, acaba de despertar del sueño de la muerte, ha vuelto a la vida, es devuelta a su familia.
Quizás el joven Paolo sintió muy cercana la figura de la niña de doce años, también por su edad, lo cierto es que nos gusta mucho concluir esta presentación de mujeres del Nuevo Testamento con una niña. Diciembre es el mes de la celebración de la Navidad y es bonito, creo, contemplar a una joven que, como por un segundo nacimiento, es devuelta a la vida. Por último, una anotación iconográfica que parte del detalle de la mano de Jesús tomando la mano de la muchacha: ella volvió a encontrar la vida en el momento en que pudo poner su mano en la mano firme y salvadora del Señor.
A ti, Señor, me acojo:
no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo,
inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme,
sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame:
sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo.
A tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás.
(Salmo 31.1-5)
(Contribución de Vito Pongolini)