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Théodore Géricault (Rouen 1791 - París 1824), La balsa de la Medusa, 1818/19, óleo sobre lienzo, 491 x 716 cm, París, Museo del Louvre
Signos de esperanza: emigrantes.
El enorme lienzo que vemos hace referencia a una noticia que tuvo lugar el 2 de julio de 1816 y que causó un gran revuelo en París y en toda Francia. Ese día, la fragata Méduse encalló a unos 160 km de la costa de la actual Mauritania, en el océano Atlántico. Tras varios intentos de desencallar el buque, el 5 de julio, más de 250 personas se salvaron subiendo a botes salvavidas; las 150 restantes encontraron sitio en una gran balsa y vagaron por el océano durante 15 días, cuando las únicas 15 que seguían vivas fueron rescatadas por un barco.
Aunque soy consciente de la transposición que se hace, confieso que cada vez que miro este cuadro, me acuerdo inmediatamente de la triste situación en la que se encuentran decenas y centenares de migrantes que buscan refugio y salvación en las costas del sur de Europa cruzando el mar Mediterráneo.
Ahora observemos detenidamente el cuadro e intentemos dejarnos interpelar por los detalles y el conjunto de la representación.
La precariedad de la balsa que Géricault ha representado, hace pensar de inmediato en las viejas embarcaciones -verdaderos cascarones- en las que los emigrantes se ven obligados a embarcar para intentar afrontar la travesía.
Los cuerpos sin vida en primer plano nos recuerdan inmediatamente la larga letanía de crónicas que casi a diario nos dan noticia del número de muertos que se encuentran en el mar o en las costas de Italia o España o Grecia o las islas del Egeo.
Los gestos de los que siguen vivos creo que se parecen a los gestos que aún hoy hacen los emigrantes, en ruta hacia las costas de Europa, en los barcos que los transportan. Algunos parecen resignados, como el hombre de la izquierda que, pensativo, sostiene el cuerpo sin vida de un joven (¿su hijo?); otros parecen pedir ayuda, como el hombre del centro del cuadro, que levanta la mano derecha como para llamar la atención, en particular, sobre el estado de la persona que le sostiene con las manos; otros se muestran esperanzados y otean el horizonte, haciendo gestos como si de llamar la atención de posibles salvadores se tratase, quizá porque la vela de un barco parece, en efecto, asomar en el horizonte.
Incluso el fondo es el mismo: mar, más mar, sólo mar, con olas que pueden llegar a ser amenazadoras y traer la muerte.
La realidad de los migrantes es ciertamente más amplia que la mirada que nos ofrece el cuadro de Géricault (pensemos en los que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos o en los que llegan a Europa por la llamada «ruta de los Balcanes»), pero ha bastado para prepararnos a acoger -espero- las palabras de nuestro querido y entrañable Papa Francisco:
No pueden faltar signos de esperanza hacia los migrantes, que abandonan su tierra en busca de una vida mejor para ellos y sus familias. Que sus esperanzas no se vean frustradas por prejuicios y cerrazones; que la acogida, que abre los brazos a cada uno en razón de su dignidad, vaya acompañada por la responsabilidad, para que a nadie se le niegue el derecho a construir un futuro mejor. Que a los numerosos exiliados, desplazados y refugiados, a quienes los conflictivos sucesos internacionales obligan a huir para evitar guerras, violencia y discriminaciones, se les garantice la seguridad, el acceso al trabajo y a la instrucción, instrumentos necesarios para su inserción en el nuevo contexto social.
Que la comunidad cristiana esté siempre dispuesta a defender el derecho de los más débiles. Que generosamente abra de par en par sus acogedoras puertas, para que a nadie le falte nunca la esperanza de una vida mejor. Que resuene en nuestros corazones la Palabra del Señor que, en la parábola del juicio final, dijo: «estaba de paso, y me alojaron», porque «cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,35.40).
(Francisco, Spes non confundit, Bula de convocación del Jubileo ordinario del año 2025)
(Contribución de Vito Pongolini)